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«Los Campos Elíseos huelen a muerte» — Capítulo 2
Capítulo 2 de la serie newsletter «Los Campos Elíseos huelen a muerte»
EN EL CAPÍTULO ANTERIOR:
Patricio Roldán llega a vivir a los Campos Elíseos para construir su Parque Tusístico, pero encuentra una férrea defensa del pueblo, organizado por Francisca Sotomayor, la científica que descubrió a las Mumias.
Todo se complica cuando Patricio descubre un cadáver que alimenta a las plantas.
¿Qué oculta Francisca? ¿Por qué las plantas se comportan de esa forma? ¿Cómo hará Patricio para colocar su parque?
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Lamento los inconvenientes a quienes recibieron este correo por error.
Esta serie podría contener lenguaje ofensivo, violencia, escenas sexuales y otras cosas fuertes. Se recomienda discreción.
En el capítulo de hoy:
Prohibido el paso
La detective Maureen Collao interrumpió el desayuno de la comitiva antes de empezar los trabajos de limpieza. Los jornaleros se mostraron congraciados. Más bien, agradecidos. Amanecer junto a un encanto de cabellera roja furiosa como sus labios, ojos verdes, pecas en una piel suave como la leche y una cadera firme les incrementó el apetito para empezar la jornada.
El enamoramiento se desvaneció cuando conocieron su gélido carácter. Hasta les quitó el apetito.
Patricio, en cambio, paseaba por los Campos Elíseos entre un enjambre de avispas oportunistas vestidas de oficial. Los detectives rodeaban el claro de las *mumias* en búsqueda de evidencias por la muerta. Entre la multitud, Francisca caminaba de un lado para otro, a metros del cuerpo, con los brazos cruzados y el rostro hinchado por un mal dormir.
—¿Esto demorará mucho? —protestó Patricio—. Tengo trabajo que hacer.
Maureen hablaba con los peritos sin prestar atención al dueño de ese lugar.
—¡Oiga! —Patricio se interpuso delante de ella—. Esto es propiedad privada.
—Ahora es la escena de un crimen —respondió Maureen con su característica voz seca—. Y le recomiendo que se aleje. Necesitamos espacio —se dirigió a otro policía—: Coloca la cinta, por favor.
El detective amarró la cinta de «no pasar» en un árbol y empezó a cercar el lugar.
—No me pueden prohibir construir aquí. Es mi terreno.
—Hable con la fiscalía si no quiere ser procesado por encubrimiento.
La detective Collao continuó sus diligencias y dejó a Patricio mascullando la rabia. Don Víctor se dirigió a él en voz baja.
—Nosotros nos vamos.
—¿Qué? —dijo Patricio—. Les pago para estar aquí.
—Le devolveré todo si quiere.
—Es que no me pueden dejar solo. ¿Cómo voy a construir el parque?
—Mi empresa es chica. No me puedo permitir el lujo de cargar con muertos ajenos.
—No sea exagerado, don Víctor. No va a pasar nada.
—No queremos problemas.
—Problemas van a tener si es que se van.
Don Víctor hizo una seña con el mentón hacia la muerta que se llevaban en la bolsa.
—Solucione eso y de ahí vemos.
Algunos confunden los reclamos por la seguridad de los trabajadores con flojera. Patricio desistió. No lograba pensar claro por la rabia, pero de que se lo iban a pagar, se lo iban a pagar.
Necesitaba un desquite. La detective se mantenía de pie junto a Francisca con los brazos cruzados y una mano en el mentón, pensando.
—Ella sabía de esto —declaró Patricio cuando estuvo junto a ellas—. Ella la mató.
—¡Estúpido! —Francisca abrió los ojos por la sorpresa—. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?
Maureen se interpuso entre ambos antes de que Francisca atacase a Patricio.
—Son declaraciones graves —dijo la detective y, luego, preguntó—: ¿Tienes cómo probarlo?
Patricio retiró la bandita del dedo y apretó la herida con fuerza hasta sangrar. La gota cayó sobre una de las mumias secas.
—Eres un mentiroso —dijo Francisca—. Estás dispuesto a todo para montar tu parque, inconsciente.
La planta regada con sangre adoptó una coloración renacida de intenso amarillo dorado con líneas azules. Las hojas apuntaron al dedo de Patricio, en búsqueda de más nutrientes.
—No puede ser... —dijo Francisca.
—Ayer me corté con una de las hojas por accidente —sentenció Patricio.
Maureen interrogó a Francisca con una expresión gélida.
—No sé qué pasa —respondió Francisca—. Nunca había visto ese efecto...
—Nunca, después de meses de investigación, según usted —preguntó Maureen.
—Eso... —Francisca se volvió violentamente contra Patricio—. ¡Tú lo sabías y me intentas echar la culpa a mí! ¡Maldito mentiroso!
—Llegué ayer —respondió Patricio a Maureen—. Puedo probarlo. No puedo decir lo mismo de los experimentos de la Doctora Macabra...
Patricio se arqueó hacia atrás con el fuerte puñetazo de Francisca en la boca. Ella intentó continuar, pero los detectives, incluyendo a Maureen, se interpusieron en su camino.
—¡Maldito! ¡Me las vas a pagar!
—Eso cuenta como amenaza de muerte —Patricio miraba sus dedos manchados de la sangre de su labio inferior.
—Llévensela —ordenó Maureen a sus policías.
—¡No! ¡Yo no hice nada! —Francisca se resistió histérica, sin éxito—. ¡Déjenme!
—Eso dicen todos —insistió Patricio.
—Por favor, cállese.
Maureen se sobó sus ojos con los dedos y agregó en tono desanimado:
—Necesitaré su número.
—Con gusto le enviaré boletos para cuando termine el parque —Patricio sonreía.
—No se pase, ¿quiere?
La detective subió a su vehículo sin siquiera despedirse. Se marchó con la desgraciada noción de un caso difícil, y con una larga travesía de interrogaciones aún más complejas.
Preguntas que Patricio también necesitaba resolver si quería terminar luego con el calvario policíaco. Asaltó a la verdad unas horas más tarde, en el puesto de verduras de Pueblo Solo.
Esperó al locatario entre los cajones de frutos apetitosos y turgentes, bien cuidados y seleccionados por alguien que conocía el trabajo de la tierra. Apenas lo vio, Heriberto adoptó un tono ceniciento, como si de pronto su vida hubiese huido del cuerpo.
—Veo que le sorprende verme aquí, caballero.
—Lo siento —respondió Heriberto tras el mostrador—. No pensé que lo vería aquí después de lo de anoche.
—La gente enojada no me asusta.
—Vi a los detectives esta mañana.
Heriberto empezó a ordenar algunas cosas. Patricio se acercó al mostrador para invocar cierta intimidad entre ambos.
—¿Quién es?
—¿Quién?
—La muerta. Usted sabe algo.
—No sé cómo llegó usted a eso.
Patricio se esforzó y tomó la muñeca de Heriberto antes que el viejo huyera a la bodega.
—Por su actitud, caballero. Fue a advertirme. Además, quien nada hace, nada teme.
Heriberto se liberó de un tirón con los ojos negros fijos en Patricio. Una verdad secreta asomaba entre el silencio.
—¿A qué vino?
—No se haga el tonto, caballero. No vive tanta gente en este pueblo como para que no sepa quién viene, quién se va o quién desaparece.
—Estamos rodeados de naturaleza —Heriberto abrió los brazos para mostrar la inmensidad de dónde estaban—. A veces vienen a pasear tontos que no vale la pena recordar.
Patricio se irguió, estudiando el local.
—Entonces, no tendrá reparos en entrevistarse con la detective Collao.
—Ya hablé con ella.
—¿Le dijo lo mismo que a mí? —Patricio se acercó a Heriberto con fin intimidante—. ¿Le dijo que fue a mi casa a pedirme que no pusiera mi parque?
—Ese bosque es peligroso, ya le dije.
—Se nota. Me venden un terreno con un muerto adentro.
—Hable de eso con el señor Baumann.
—Llegaré al fondo.
—Váyase.
Heriberto salió a revisar los cajones. Patricio quedó esperando con la típica sonrisa ganadora con la que acostumbraba a provocar a sus rivales.
—Qué forma de atender a los clientes.
—Váyase del pueblo, don Patricio. A la larga me lo va a agradecer.
Una mujer entró al negocio y contempló las verduras con intención de cocinar algo delicioso. Sus ganas se desvanecieron cuando encontró a Patricio adentro.
—Muchas gracias por su consejo, caballero. Ahora veo a qué atenerme.
Se fue con la sensación de haber perdido el tiempo. Los pueblerinos suelen ser melodramáticos cuando se lo proponen. Es la única forma de ver acción en lugares donde no ocurre nada.
Un motivo más para construir el bendito parque.
Pero en tanto Patricio maquinaba posibilidades en su cabeza, Maureen buscaba una pista con la declaración de Francisca en la pequeña habitación de interrogatorios.
—Es injusto —Francisca giró la cabeza en señal de desprecio—. Yo no lo hice.
—No era necesario montar una pataleta para demostrarlo.
Francisca enfrentó a la detective con una reactividad infantil muy útil para obtener información a juicio de Maureen.
—No me explico cómo no se dio cuenta.
—Tengo su experiencia investigativa para encontrar una aguja en un pajar.
—Lleva mucho tiempo allí, doctora.
El suspiro de relajo de Francisca confirmó a la detective que los neo títulos nobiliarios, como «doctor» o «gerente», incitan un orgullo que les baja la guardia a los aspiracionales.
—Son muchas plantas —Francisca volvió la cabeza, más humilde—. Son desconocidas, nadie alrededor sabe cómo actúan. No tenía idea.
—¿Cómo llegó a ellas?
Francisca era botánica con especialización en la relación entre plantas y asentamientos humanos precolombinos. Conoció a Amelia, su novia de Pueblo Solo, mientras estudiaban en la Universidad de Río Abajo. Fue ella quien le sugirió investigar el bosque donde, supuestamente, se escondía un antiguo cementerio indígena: Los Campos Elíseos.
—Vi la noticia en el diario de la facultad —afirmó Maureen—. Dicen que usted los redescubrió.
—La gente no se metía allí. El único registro fue de un antiguo colono que merodeó por esos lugares. Según el registro escrito, los espíritus antiguos aún habitaban en las tumbas a través de plantas extrañas, blancas como almas en pena. La gente lo tomó por loco; pero, aún así, se corrió la voz, y el tiempo y la superstición hicieron lo suyo.
—¿O sea que la gente no iba para allá?
—Han habido algunas desapariciones.
—¿Y usted no tiene miedo?
—Soy científica.
—Pero habían riesgos.
Pueblo Solo era un asentamiento que no ofrecía razones para vivir allí. Fue abandonado, sobre todo por los jóvenes. Amelia creía que el descubrimiento otorgaría identidad a su gente. Sería un motivo para enorgullecer a sus habitantes, y para evitar la fuga de habitantes. Para Francisca valía la pena el sacrificio.
—¿Cómo le hizo para encontrar las ruinas, pero no estas plantas? —continuó Maureen.
Francisca hizo el mismo camino de los indígenas, quienes subían río arriba para llegar al cementerio, según los escasos testimonios escritos por colonos. Encontró rastros de pircas, algunos materiales rudimentarios y metales trabajados de forma tosca. Siguió el rastro por el bosque durante semanas hasta que se encontró con las mumias en un claro distinto, a metros donde encontraron el cuerpo.
La sorpresa fue mayúscula cuando logró identificar las especies. Algo único y especial. No producen clorofila y, sin embargo, vivían como estructuras de resistencia.
—¿Qué significa eso? —preguntó Maureen.
—Estructuras diseñadas para soportar por largo tiempo inclemencias climáticas o daños de animales. Están ahí y sobreviven por alguna razón.
—¿Y dónde estaban las ruinas?
—Debajo de las plantas.
—¿Justo abajo? ¿Cómo si se alimentasen de los restos humanos?
—Algo así. Pero si ese fuera el caso, no podría explicar cómo se reprodujeron hacia los otros claros.
Una brisa de aire frío corrió por la ventana. Susurraba un miedo que sus mentes imaginaron, pero no se atrevieron a formular.
Francisca patentó el descubrimiento de las plantas cuando se encontró con Carlos José Baumann, el dueño del terreno. Pensó que podrían haber problemas; pero, por algún motivo, al viejo nunca le importó que ella excavara, a pesar su afán por apoderarse de cuanto terreno había para robar recursos. Eso sí, su capataz, Heriberto Mendoza, la acompañaba en todo momento. Según el mismo campesino, nadie debía adentrarse en los Campos Elíseos sin compañía.
Tiempo después, Carlos José abandonó los Campos Elíseos a su suerte. Heriberto, con su nueva verdulería, no disponía de mucho tiempo para acompañarla.
—Ya veo —resolvió Maureen—. Por eso te opones al nuevo propietario.
Francisca seleccionó las palabras en un minuto de silencio.
—Esas plantas son únicas en el mundo. Es un descubrimiento fascinante y antiguo. Podría explicarnos la historia sobre cómo surgió esta gente. Esas cosas deben protegerse. Nadie tiene el derecho de destruir las cosas así, ni siquiera él.
—¿Y qué habría hecho si usted hubiera descubierto el cadáver de esa mujer? ¿Lo habría confesado? ¿Nos habría dejado investigar?
El silencio de Francisca le dio una buena espina. Maureen no esperó ninguna respuesta, pues la sinceridad de la científica le jugaría un serio revés en su caso.
El enigma sería resuelto por las dichosas plantas-momia. También proporcionaría más antecedentes para alimentar la curiosidad de los morbosos. Bien lo sabía Patricio, que se moría de ganas para comenzar cuanto antes los trabajos.
No había tiempo que perder. Si nadie le ayudaba, comenzaría solo. Y lo primero sería extirpar el problema de raíz en el encubrimiento de la noche.
Caminó hasta el sitio de la discordia con una pala al hombro y un bolso con algunas herramientas. La neblina, la oscuridad y la ausencia del ruido de vida en el bosque traicionaron los nervios de Patricio, que imaginaba una persecución ridícula típica de una soledad mística, macabra y desconocida. Pero, alimentado por el orgullo y la codicia, se obligó a ser valiente. Una breve sensación de felicidad resucitó sus ánimos cuando divisó a lo lejos las cintas de protección puestas por la policía y, luego, el brillo de las mumias a la luz de la luna.
Mientras cortaba y enrollaba la cinta, observaba la forma dorada de las plantas alimentadas con sangre. Las plantas-faraón, como le gustaba llamarlas, emergían entre las mumias como faros de vitalidad, como estatuas orgullosas imponiendo respeto y, a la vez, pleitesía.
Una de ellas florecía. Un botón apoyado en un tallo grueso como un mástil, crecía alimentado por venas oscurecidas similares a las repartidas por el cuerpo humano. Al abrir se manifestó una flor violeta, fluorescente, que se abría como el ojo de un antiguo dios dispuesto a sober tu alma. Un espectáculo escalofriante y, a la vez, de intensa excitación.
Patricio pensó en la mejor forma de rescatar aquella sensación de inquietud fascinadora. La mejor opción era construir un camino a través del claro para que la gente, necesariamente, se rodeara de esa naturaleza hipnotizante. Extirpar algunas plantas podría ser considerado un sacrilegio; pero lo aceptó por un bien mayor. Al resto las regaría con sangre del matadero. Así también encubriría las huellas para ahuyentar a la molesta detective y a los intrusos de la policía antes de la llegada de los nuevos visitantes.
Vendería frasquitos de sangre del matadero como fórmula mágica para resucitar mumias. Los niños quedarían encantados.
Descargó una palada en el suelo y la flor explotó en miles de puntos luminosos color violeta que iluminaron los Campos Elíseos como un sinfín de luciérnagas. El aroma a canela del polen infundió en Patricio una sensación ardiente, relajada y a la vez vigorosa, que incitó a la manifestación de sus más profundos instintos animales.
Justo en ese momento una mujer joven y blanca como la leche contemplaba arrodillada la rara flor del faraón. Unos dientes blancos asomaron bajo una sonrisa blanca, hermosa, perfecta como toda ella; y como esos incandescentes ojos color violeta.
—¿Quién eres? —preguntó Patricio.
La joven se levantó. Vestía un camisón de lino blanco, casi transparente, con el largo cabello ondulado cayendo sobre las deliciosas curvas sobre su pecho y de sus caderas. La pala cayó de la mano de Patricio y, de inmediato, cerró las manos intentando contenerse.
—No puedes estar aquí —dijo Patricio, sin intención real de que se fuera.
—Sácame tú mismo —ella sonreía, traviesa—. ¿O es que no tienes la fuerza suficiente para tocarme?
La sangre hirvió en el cuerpo de Patricio. Un latido ensordecedor anuló sus pensamientos al mismo instante en que crecía el deseo entre sus piernas.
Algo dubitativo, se acercó a la mujer para expulsarla de allí; pero, apenas la tocó, sus cuerpos sacaron chispas. Sin quererlo, sus labios se unieron en un beso dulce, untuoso. Necesitaba poseerla, aunque fuera por la fuerza.
Ella no se resistió.
Cayeron al suelo, sobre las plantas. Él rajó el vestido y se desnudó a sí mismo con una rapidez incomprensible. Acercó su erección hacia la humedad que lo esperaba con ansias en la entrepierna de la joven. La estocó una y otra vez con una fuerza bestial, como un macho joven de veinte años. Él no podía contenerse. Ella así lo quería.
Hacia el clímax, Patricio sintió el miembro levemente succionado hacia ella, como si la unión de los cuerpos quedase soldada por sus sexos. Un placer adormecedor bajó desde sus dedos hacia el centro del cuerpo, hacia la pelvis. Cada movimiento, gemido y grito desvanecía los límites entre él, la misteriosa chica y el suelo mismo donde copulaban. Eyaculó con tanta fuerza que el mundo alrededor se desvaneció en una oscuridad sin fin.
Sus últimos recuerdos fueron la reaparición del frío y el rostro de una chica etérea desapareciendo entre las plantas.
La mañana siguiente, Maureen esperaba a Patricio fuera de su casa con intenciones de obtener unas declaraciones más profundas sobre el caso. Nunca salió de su casa. El instinto policial llevó a la detective de vuelta al sitio del crimen.
Al llegar, Maureen encontró a Patricio desmayado, desnudo y, sobre todo, en el indicio de un acto particular reservado para fetichistas y perturbados.
El ambiente olía a canela y a sudor. Las mumias, ya renacidas, exhibían sus flores bulbosas, de apariencia carnosa y llena de nervaduras similares a un aparato sanguíneo. Una de ellas se mantenía pegada al pene de su propietario como una ventosa.
Aún estaba caliente cuando la retiraron.
«Los Campos Elíseos huelen a muerte» — Capítulo 2
Me parece que Patricio hará bien en construir ese parque en otro sitio. Ya lo tienen complicado. Buena historia, colega.