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«Los Campos Elíseos huelen a muerte» — Capítulo 3
Capítulo 3 de la serie newsletter «Los Campos Elíseos huelen a muerte»
EN EL CAPÍTULO ANTERIOR:
Francisca fue detenida por la detective Maureen Collao, la fría mujer que lleva el caso. La doctora asegura no saber nada de la muerte de la mujer, ni siquiera cuando hizo el descubrimiento, cuando los Campos Elíseos estaban en las manos de otro propietario.
Por su parte, Patricio lucha por poner su parque turístico; sin embargo, sus trabajadores le abandonan por miedo a más problemas. Decide comenzar él mismo los trabajos cuando una extraña mujer aparece para enseñar un terrible secreto.
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Lamento los inconvenientes a quienes recibieron este correo por error.
Esta serie podría contener lenguaje ofensivo, violencia, escenas sexuales y otras cosas fuertes. Se recomienda discreción.
En el capítulo de hoy:
Dolor de huevos
Patricio despertó de golpe con un mazazo en los ojos. La cegadora luz que entraba por la ventana se reflejaba en las paredes blancas de la habitación.
Intentó voltear, pero se detuvo de inmediato. El dolor de cabeza, similar al de una post-borrachera, era mucho más deseable que la horrible punzada que privaba a cualquier hombre de toda su energía.
Le dolían horriblemente los testículos.
—Despertaste, animal.
—¿Qué haces aquí?
Macarena esperaba a los pies de la cama con el típico semblante sonriente, una mueca tiesa por la cirugía, adornada por el pelo pajoso del sobre-teñido rubio. «¿Con qué esperpento me casé?», pensó Patricio.
—Te estoy cuidando —obviamente, una cruel ironía de su exesposa—. Te alcancé a rescatar de esa detective después de tu aventura entre las plantas.
—¡La chica!
—¿Te refieres a tu pene?
Lamentaba sentir vergüenza y confusión con esa urraca encima.
—¿Por qué no te vas?
Macarena se echó hacia atrás de la risa. Su voz melódica, al menos, aún añadía cierta belleza a esa chupafortunas.
—Estoy haciendo méritos. Gracias al evidente «cariño que necesita ser reparado» el juez me dará la razón cuando le pida la mitad de los Campos Elíseos.
—Jamás será tuyo, perra mantenida.
Maureen cerró la puerta con firmeza tras su entrada.
—¡Detective Collao! —Macarena escondía el cinismo entre las arrugas de una amplia sonrisa—. Mi marido acaba de despertar.
—Ex —corrigió Patricio.
—Me alegro de que pueda hablar bien —respondió Maureen—. Me imagino que estará agradecido de que no pueda meterlo en una celda.
El plan habría salido perfecto sin ese polvo. Lo mismo pensaba de Macarena cuando se separó de ella.
—¿Por qué estoy en la clínica?
—Lo encontramos en los Campos Elíseos, desnudo e inconsciente. Lleva cuatro días así —ante el silencio desconcertado de Patricio, la detective preguntó—: ¿Me dirá qué estaba haciendo allí?
—No sé, pregúnteselo a esa mujer.
—¿Cuál mujer?
—La joven con la que estaba... acostado —Patricio no sabía cómo articular las palabras por la vergüenza—. Blanca, delgada. Ojos violeta.
Macarena soltó una risotada fingida mientras la detective intentaba comprender la situación.
—¿Qué es lo raro? —preguntó Patricio.
—Te encontraron con tu pequeña cosita metida en una planta.
—¿Qué cosita? —Patricio no entendía nada.
—El pene —respondió Maureen, seca—. Habían restos de su semen en una de las mumias florecidas.
Patricio se incorporó por la sorpresa. El horrible pinchazo en las bolas lo devolvió a la cama. Macarena pensaba con los ojos abiertos, elucubrando posibilidades.
—¿Hay una copia de esa investigación? —preguntó Macarena.
—Por ahora, forma parte de una investigación privada por homicidio.
—Pero existe, ¿verdad?
Maureen no respondió, fastidiada con la posibilidad de sentir un aprovechamiento judicial de su investigación. Las ratas con estudios de abogacía abundan.
—¿Qué estás pensando? —preguntó Patricio.
—Nada —respondió Macarena con una felicidad evidente mientras ordenaba su cartera en el brazo—. Ya escuché todo lo que necesitaba escuchar.
—¿Qué vas a hacer, perra insidiosa?
—Que tenga buen día, detective.
—¡No soy un pervertido! —gritó Patricio mientras Macarena salía de la habitación—. ¡Eres una maldita! ¡Volvería a coger con mil putas con tal de deshacer la unión ridícula que tuve contigo!
—¡Ya basta! —ordenó Maureen.
Patricio hundió los dedos engarfiados en el colchón. Deseó tener algo a mano para lanzar a la puerta antes de que cerrara.
—¿Qué estaba haciendo en el terreno cercado durante la noche? —continuó la detective, enojada.
—No diré nada hasta que llegue mi abogada.
—Invadió un sitio de evidencias.
Patricio desvió el rostro hacia la ventana.
—No podrá evadirme toda la vida, señor Roldán. Su mala actitud solo lo perjudica a usted.
Nueva visita. Una mujer de pelo abultado envuelta en un elegante traje a rayas verticales entró con una carpeta blanca con el logo de la clínica en una mano y un bolso de ropa en la otra.
—Usted debe ser la detective Collao —la mujer dejó el bolso en el suelo y saludó con la mano—. Gabriela Bustamante, abogada de Patricio Roldán. Me imagino que no está interrogando a mi representado sin algún testigo.
Maureen cruzó los brazos sin responder una sola palabra.
—Vístete.
Gabriela tomó el bolso y lo colocó sobre la cama.
—No se puede ir —replicó Maureen.
—Lo acaban de dar de alta —Gabriela extendió la carpeta a la detective.
—Necesito que declare.
—No se pase de la raya, detective. Necesita una orden.
—Está en trámite.
Una llamada al teléfono de Maureen interrumpió la conversación. Ella contestó de inmediato.
—Comisario.
Mientras Maureen respondía a la llamada de su jefe, Patricio abrió el bolso y empezó a vestirse entre quejidos de dolor.
—¿Qué dijiste? —preguntó Gabriela.
—Nada. Insulté a mi ex.
—Me la encontré en el pasillo. Iba feliz. Raro.
—Es un dolor de bolas, literalmente —intentó no reír. Cada carcajada resonaba en sus testículos.
Maureen cortó el teléfono.
—Volveré por ustedes.
Tiró la carpeta sobre el velador y abandonó la habitación con un portazo.
—Creo que tengo un problema con las mujeres —reflexionó Patricio.
A Patricio adoraba manejar. Sentía poder en la carretera cuando arrimaba la enorme camioneta sobre los otros vehículos. Medía su valentía al borde del peligro, y aún así ganaba.
Pero un golpe en los huevos cambia todo. Aceptó, humillado y con los ojos cerrados, que Gabriela tomase el volante mientras maldecía el dolor en silencio.
—Yo que tú, no me preocuparía tanto —dijo Gabriela—. No creo que el juez sea tan estúpido como para aceptar la causa de tu ex. No procede.
—Con esa bruja no me puedo confiar. Me lo quiere quitar todo.
Tras el engaño de Patricio, Macarena buscó todos los medios para quedarse con sus bienes. Una especie de venganza que nunca se saciaba, y que era capaz de todo. No obstante, los trabajos en los Campos Elíseos eran la obra de su vida.
—¿No podemos deshacernos de ella? —preguntó Patricio.
—No puedes inventarle un cargo, Pato.
Y, de pronto, la inspiración. Patricio marcó el teléfono. Esperó en línea.
—Ten cuidado con lo que vayas a hacer —comentó Gabriela intuyendo un mal presagio.
—Hola, cariño.
Patricio ni siquiera la tomó en cuenta. Continuó con su plan.
—Llamaba para agradecer tus cuidados.
Pulsó el altavoz.
—... Tu terreno igual será mío, «cariño» —contestó Macarena.
—¿Sí? ¿Crees que me lo quitarán por loco?
Gabriela quiso intervenir; pero Patricio alzó la mano para que guardase silencio.
—Juro que no te iré a visitar al psiquiátrico, follaplantas.
—Mejor. Los acosadores nunca salen bien parados frente a un juez.
—Estás delirando.
—Dejé claras mis intenciones de no volver a verte, y aún así vuelves. No sé, ¿quién sabe si, a lo mejor, la psicópata eres tú y estás buscando el momento justo para aprovecharte de mí?
—Eso quisieras.
Patricio hurgó en sus archivos con el teléfono en línea. Envió una foto.
—¿Te acuerdas de eso?
Macarena no contestó.
—No lograrás lo que quieres —dijo, al fin.
—Tengo muchas más de cuando te arrastrabas para que no te dejara. Quizás al juez le agrade verte sin ropa.
—¿Qué quieres?
—Que me dejes en paz. No pienso seguir gastando dinero en ti.
—Quizás al juez sí le agrade verme sin ropa.
—La calentura se le quitará de inmediato cuando sepa de toda la violencia de la que eres capaz. Hasta a mi abogada le hiciste un escándalo.
—Eres un estúpido —Macarena trató de no alterarse, aunque la voz ronca delató su furia—. Llegaré hasta el final de todo esto. El juez me dará la razón, ¿oíste? Ya no tienes nada que hacer.
—En ese caso, espero que puedas con los fans en redes sociales.
—¿Qué? No te atreverías...
—Saludos, cariño —interrumpió Patricio y colgó.
Apagó el teléfono al mismo tiempo que Gabriela entraba al estacionamiento de su edificio.
—Eres un cerdo —dijo ella mientras apagaba el motor con un gesto de desaprobación.
No hablaron mientras subieron por el ascensor. Al llegar al piso, Gabriela atendió una llamada mientras caminaba lentamente tras Patricio, que hacía esfuerzos por avanzar pasito a pasito sin rozarse los testículos por el camino.
Apenas llegaron, él se echó sobre el sofá con la perspectiva de relajarse. Se arrepintió de inmediato. El castigo cruel en los huevos le adormeció el resto de las extremidades y lo dejó allí, en aparente coma mientras maldecía la calentura que lo llevó a alucinar con una chica inexistente.
De cualquier cosa que pudo hacer en su vida, jamás imaginó follarse una planta. ¿Qué pasaría con los turistas de su parque, en ese caso? ¿Debería financiar tours sexuales? El dolor de testículos no atraería a nadie. «Por eso es mejor usar condón siempre», pensó.
—Malas noticias —Gabriela guardó el celular en su cartera—. El juez aceptó el proceso de tu ex.
—¿Qué?
—Patricio se levantó como un cohete. Hasta el dolor de bolas se desvaneció con la sorpresa—. ¿No qué el juez no lo aceptaría?
—Nadie en su sano juicio lo haría, Pato. Por lo que me contó mi colega, tu ex tiene mucho que ver.
—¿Lo extorsiona?
—Peor. Se lo está cogiendo.
—Qué mal gusto... —aceptó.
—Nunca debes confiar en un imbécil cuando piensa con la polla.
La culpa cayó sobre Patricio con más fuerza que una patada en las bolas.
Por lo que contó Gabriela, su ex presentó un recurso para poder acceder a la mitad de los Campos Elíseos. El argumento consistía en obtener una compensación económica por el engaño tras los diez años de matrimonio.
—Estoy harto de esta perra —dijo Patricio.
La abogada abrió la puerta de salida.
—Si quieres conservar lo que tienes —dijo antes de salir— vas a tener que convencerla de que desista.
—Matarla sale más barato.
Patricio quedó solo entre sus pensamientos. Macarena no era el tipo de ser humano que se rinde. Por el contrario, era un monstruo chupafortunas y acabaría con él para recuperar su orgullo. Increíblemente, lo mismo que odiaba de ella fue lo mismo que amó en otro tiempo.
Un dolor de bolas cada vez más grande. Francisca, Maureen, Macarena. Necesitaba espantar a los fantasmas para continuar adelante.
Y para ello debía ser radical.
Partió rumbo a su destino con el dolor en segundo plano. De hecho, el frío durmió sus quejas y la noche le vigorizó como si la falta de luz solar alimentara su poder al igual que aquellas plantas de brillo violeta brillando en la oscuridad con un ligero toque a canela en el aire.
Su antiguo barrio era tácito como una pintura; pero, por alguna razón, Patricio nunca pudo dormir tranquilo durante la noche. Los postes concentraban la luz en el camino, dejando a las casas abandonadas en la oscuridad. Pasear por la vía se sentía tan seguro como caminar en el pasillo de los presos más peligrosos y enloquecidos, ocultos en sus celdas por la sombra de su propia depravación.
Sólo que, esta vez, había una sorpresa. El vehículo policial de Maureen esperaba afuera de su ex-casa.
Justo cuando pasaba por fuera, Maureen y Macarena salían de la casa conversando casi como amigas. Patricio se estacionó en la oscuridad de la casa de su vecino para pasar desapercibido. El tono frío de la detective contrastaba con el de su ex-esposa, cálido y agradable siempre que necesitaba algo. Intentaría convencerla de ser una víctima. El eterno discurso.
La detective subió al vehículo y partió. La oportunidad perfecta.
Con todo el sigilo del que fue capaz, condujo la camioneta fuera de la puerta del garage con la intención de bloquear la salida. Si Macarena quería huir, lo haría a pie, a su merced. Apagó el motor y rodeó el patio amparado por la oscuridad. Por suerte, no tuvieron hijos ni mascotas. Patricio no tenía corazón suficiente para arruinar la vida de un inocente al lado de esa arpía.
Estaba sola. Nadie iría a su funeral: Las putas no tienen quien las vele.
Se escabulló por la cocina con extremo sigilo y buscó un cuchillo en el cajón de los cubiertos. No había más ruido en la casa más que la ducha. Patricio supo que se bañaba; el único instante en que su ex guardaba silencio era cuando pasaba bajo el agua. No querría ensuciarse con sus propias palabras.
Subió por las escaleras y esperó en las penumbras detrás de la puerta de su habitación.
Macarena regresó de la ducha envuelta en una toalla tan amarilla como su rubio artificial. Patricio esperó, entretenido con el espectáculo de ver a su ex mujer sin ropa. Los recuerdos con ese cuerpo le excitaron como a un salvaje a punto de depredar sus curvas.
«Nunca confíes en un imbécil cuando piensa con la polla».
Intentó concentrarse. Ella hurgaba bajo las almohadas de rosa pálido para sacar el pijama cuando él la abordó por detrás.
—Será mejor que no grites —susurró Patricio.
Un peligro animal atrapó a ambos. Macarena se incorporó sin decir nada, con la espalda y el trasero muy pegados al cuerpo de su ex marido. Tragó saliva con la tráquea exigida por el cuchillo sobre la piel de su cuello.
—Retira la demanda.
—¿Me vas a matar?
Presionó con cierta violencia el cuello y ella se echó hacia atrás con un gemido.
—Ganas no me faltan.
El dolor de los testículos revivió con un calor intenso que necesitaba ser saciado. Un intenso olor a canela en el aire indujo a una complicidad sexual entre ambos. Patricio se negaba a desear a su mujer; pero el cuerpo no obedecía.
Hurgó en el bolsillo de su pantalón y extendió su propio teléfono a Macarena.
—Llama al juez.
—Van a sospechar, imbécil —dijo ella—. ¿Qué quieres que le diga?
—Que arreglaste las cosas con tu marido.
En vez de coger el teléfono, Macarena deslizó los dedos alrededor del antebrazo de Patricio y lo empujó hacia su vientre. El celular cayó al suelo y la mano se dejó llevar. La erección ardía en las piernas de Patricio.
—Siento cómo me extrañas —dijo ella.
Él dejó caer el cuchillo y ambos se revolcaron en la cama, víctimas de una pasión febril más intensa que en sus años de vigorosa juventud.
Macarena arrancó los pantalones de su ex esposo y se meneó encima con gemidos de desesperación por el intenso placer de la penetración. Patricio la sujetó de las caderas y la atrajo hacia sí con una brutalidad que arrancó alaridos de una pasión enloquecida. Sin poder contener su propia fuerza sexual, Patricio cambió su posición y la dominó con violencia ardiente, una y otra y otra vez, intenso, bestial, obsesivo mientras su víctima se estremecía como una poseída. El miembro febril se hinchaba a punto de explotar por la presión de la sangre, y solo el roce húmedo aliviaba el ardor en sus testículos.
La presión aumentó de forma enloquecedora hacia el clímax y, con un terrible aullido, Patricio depositó toda la intensidad de la eyaculación dentro de ella.
Un intenso olor a canela intoxicó el aire al igual que en los Campos Elíseos. Y, mágicamente, el dolor se fue.
Cayó al costado de Macarena mientras ella aún se meneaba, eufórica tras la experiencia. El teléfono vibrando sobre el velador interrumpió su regocijo.
Después de tres llamadas perdidas, por fin contestó.
—¡Detective Collao! —exclamó ella—. ¿Pasó algo…? ¿Afuera de mi casa?
La luz de unos focos atravesaron la pálida cortina. Patricio rodó sobre la cama y se estiró en el piso mientras Macarena revisaba la ventana.
—No, no he visto a mi ex esposo —contestó sin dejar de mirar a la detective, afuera de su propio vehículo—. Si es por la camioneta, me la debía. Sí, llegó justo después de que se fue usted.
Cerró la cortina y se sentó en la cama. Patricio pensó que el corazón se le saldría por la boca.
—Mañana le cuento todo. Estoy cansada. Ha sido un día largo. Espero que esté bien. ¡Adios!
Y colgó sin esperar una respuesta.
—Ahora, tú y yo, vamos a arreglar las cosas —dijo Macarena, con esa expresión candente que amenazaba con estrujar todo el dolor entre las piernas de Patricio.
Al día siguiente, Maureen revolvía el café de la misma forma como revolvía sus pensamientos en torno al caso de los Campos Elíseos.
Macarena encubrió a Patricio a última hora. El juez del caso, más molesto que de costumbre, ni siquiera se explicaba por qué desistió de la demanda. Según se rumoreaba, había un «acercamiento especial» entre ambos, pero no quiso profundizar. Un juez ofrece más problemas que un delincuente, y Maureen necesitaba su trabajo.
El caso de la muerta en los Campos Elíseos estaba lejos del fin. La coartada de Patricio coincidía; la muerte se produjo semanas antes. Pero no entendía la porfía de guardar el misterio. La desaparición de Carlos José Baumann tampoco ayudaba.
El caso se le escapaba de las manos. No poseía pistas ni testigos ni evidencias.
Tiró la cuchara del café sobre la mesa. Odiaba la impunidad. Se convirtió en detective para perseguir a los asesinos sin descanso, y se negaba dejar que la mujer muriese sin un culpable.
Esas malditas y horribles plantas eran la clave.
Contestó el teléfono.
—¿Qué pasa, doctora?
Francisca guardó silencio antes de contestar.
—Estoy en los Campos Elíseos. Me puse a investigar y...
—¿Qué hace allí? Le pedí que se mantuviera lejos. No me obligue a arrestarla otra vez.
—Deme una oportunidad. Tengo una tesis.
Maureen se restregó los ojos mientras intentaba conservar la paciencia.
—¿Qué necesita?
Bebió el café de un sorbo para eliminar el mal augurio de lo que estaba por venir.