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«Los Campos Elíseos huelen a muerte» — Capítulo 4
Capítulo 4 de la serie newsletter «Los Campos Elíseos huelen a muerte»
EN EL CAPÍTULO ANTERIOR:
Patricio despierta en la clínica tras el incidente, y bajo la vigilancia de la detective Collao y de Macarena, su molesta exesposa. Le dolían horriblemente los testículos.
Su ex amenaza con quitarle los Campos Elíseos, cosa que Patricio intentará evitar a toda costa. Pero Macarena fue más audaz y logró empezar un juicio al acostarse con el juez encargado. Patricio intenta quitarla del camino mediante la fuerza; pero ambos terminan enredados en la cama por una inexplicable calentura. La eyaculación elimina el dolor en la entrepierna.
Algo permanece oculto. Francisca, la científica, tiene una hipótesis.
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Lamento los inconvenientes a quienes recibieron este correo por error.
Esta serie podría contener lenguaje ofensivo, violencia, escenas sexuales y otras cosas fuertes. Se recomienda discreción.
En el capítulo de hoy:
La semilla
—¡Te van a meter presa!
Francisca arreglaba su bolso y Amanda la seguía como el remordimiento. La infinita dulzura de su novia impedía verla como un peligro, aunque eso no significara que, muy de vez en cuando, se molestara.
En ese momento estaba furiosa.
—No va a pasar nada, amor —respondió Francisca.
—Cuando de pedí que investigaras este sitio, no era para que te metieras en problemas.
—Necesito probar mi inocencia. No quiero que me echen de la universidad.
Francisca terminó de apilar las palas pequeñas, rascadores, botellas y diferentes instrumentos de medición, y cerró el bolso. Amanda, con los ojos llorosos, interrumpió su salida apoyada en el dintel de la puerta. Le apenaba romper su corazón, pero necesitaba más información sobre las nuevas mutaciones de las mumias. Su intuición le indicaba un gran descubrimiento relacionado con el cementerio.
Al probar su hipótesis no sólo se libraría del embrollo policial, sino que también la pondría a la altura del renombre que ansiaba como investigadora.
—Amanda, por favor, déjame salir.
—¡Es peligroso!
—La ciencia requiere un espíritu valiente.
—¡Claro! Al final, solo te importa la investigación.
—Es mi trabajo.
—Y yo también soy parte de tu trabajo, ¿no? Yo te traje para acá...
Amanda marchó hacia la habitación, refunfuñando sola.
—Amanda, no quise decir eso. ¡Amanda!
—... Te doy alojamiento aquí. ¡Espero que me cites también!
—Amanda, escúchame.
El portazo terminó la discusión.
¡Maldito melodrama!
Francisca arrimó la mochila a la espalda y salió indignada, pero dispuesta a la investigación. No cedería por una recriminación injusta cuando su propia reputación estaba en juego.
Además, la cárcel no ofrece besos ni abrazos en los cuales descansar.
Atravesó el camino de memoria, sin mirar a nadie, entre la espesa neblina del bosque hasta llegar al claro de las mumias. Buscó el brillo dorado de la nueva variedad.
Se detuvo ante la belleza de los Campos Elíseos. Amaba ese lugar, trabajaría allí toda su vida. Agradecía todos los días la oportunidad de encontrar su hueco allí, en ese pueblo alejado y apostado en ningún lugar aparente; enamorada, correspondida y acompañada.
¡Pero Amanda se comportaba como una tonta!
A pesar de la dificultad, logró encontrar el sitio donde Patricio dejó caer su sangre gracias a la cinta de peligro tirada en el suelo. Por las plantas aplastadas, supuso que un animal merodeó por ahí y no encontró nada mejor que echarse encima de las mumias.
Hasta ese día Francisca no había caído en la cuenta de que jamás había encontrado un animal. Ni siquiera huellas o rastros. Tampoco había cazadores en Pueblo Solo.
Los faraones, término ad hoc para la nueva transformación, empezaban a mostrar señales de debilitamiento. Las hojas volvían a su coloración blanquecina típica al vendaje de las momias, y las flores perdieron la turgencia, cambiando el orgullo de su belleza por una mustia debilidad. Las flores doradas morían en su sitio hasta la aparición de una nueva víctima que les proveyera de alimento, de la misma forma en cómo el Desierto Florido renace con algunas gotitas de agua.
Una idea extraña sobre los primeros pobladores de esa tierra explotó en los pensamientos de Francisca. Momias chupasangres emergidas de un cementerio.
Cercó el perímetro y extrajo muestras de tierra, tanto del suelo bajo el bosque como del claro, debajo de las plantas. Con la comparación de ambas muestras probaría si las plantas realmente se alimentaban de nutrientes o eran hematófagas estrictas. En ese caso, ¿cómo habrían sobrevivido tanto tiempo allí? ¿Necesitaban siempre víctimas frescas? ¿Cómo habrían llegado allí o cómo se originaron? ¿Tendrían algo que ver con las desapariciones esporádicas? La posibilidad de encontrar un nuevos cadáveres heló su espalda. La señalarían como una asesina.
Preparó una de las especies mutadas para llevársela con la esperanza de que el estudio salvara su pellejo, y su relación.
—Podría arrestarte por robar evidencia —dijo Maureen.
Francisca gritó con tanto pavor que las herramientas saltaron disparadas a lo lejos. La detective esperaba con los brazos cruzados y semblante de esperar una respuesta.
—¡La próxima vez, avíseme! —dijo Francisca, aún histérica del susto.
—Quería estudiar el lugar. Es muy callado.
Giró la cabeza. Ningún ruido. El sitio ideal para asesinar a alguien sin testigos.
Francisca se desentendió del asunto y continuó acuclillada, trabajando en la mumia transformada.
—¿Qué hará con esa planta? —continuó Maureen.
—Investigar.
—O cubrir huellas.
—No la habría citado aquí, detective. Sería algo muy estúpido de mi parte.
Maureen se acuclilló junto a Francisca para captar mejor los detalles del faraón.
—¿Qué pretende, doctora?
—Demostrar mi inocencia —afirmó Francisca—. Yo no maté a esa mujer.
—Todos dicen que son inocentes.
—Con la diferencia de que yo sí sé cómo comprobarlo.
—No estás autorizada para investigar. No eres oficial.
Francisca se levantó con la maceta en las brazos y Maureen la siguió. Un débil rayo de luz cayó sobre el claro y las plantas resplandecieron en un espectáculo paradisíaco.
—En este lugar encontramos a la mujer —empezó Francisca—. Por lo que recuerdo, no tenía señales de haber sido acuchillada o baleada. ¿Es así?
—No puedo darte esa información.
—Si se fijó bien —continuó Francisca—, las flores se concentran en la parte baja del cuerpo. En el vientre.
—¿Y eso qué tiene?
—Si las plantas se alimentaron de la sangre de esa mujer, como pasó con el espécimen del dueño de los Campos Elíseos, ¿por qué no se instalaron en lugares donde hay más sangre en el cuerpo como en las manos, el corazón o la cabeza? ¿Por qué sólo en el vientre?
—Es una buena pregunta —dijo Maureen con los ojos desenfocados, pensativos.
—Téngame aquí.
Francisca depositó la maceta en las manos de la detective. Abrió la flor mustia y señaló con los dedos:
—Estos de aquí son los pétalos y aquí dentro debería estar el pólen. ¿Ve ese polvillo morado fosforescente?
Maureen acercó el rostro para observar mejor.
—Lo raro es que no hay pistilo —Francisca pensaba con curiosidad—. Ninguna de estas flores lo posee.
—En español, por favor.
—¿Ha visto alguna semilla, detective?
—No.
—¿Y su equipo encontró alguna?
—¿A qué quiere llegar?
—Es evidente. ¿No lo ve?
Francisca extendió los brazos hacia el claro de la misma forma en como daría una clase a sus alumnos universitarios.
—Para haber matado a esa mujer o, por lo menos, para que las plantas crecieran dentro de ella, alguien debió depositar semillas en su interior. Como demostró el dueño, estas plantas se transforman con sangre. Florecen con ella y, por lo que veo, la misma sangre daría una condición propicia para el crecimiento de esas nuevas plantas.
—Podría habérselas dado usted —dijo Maureen.
—En ese caso, sabría dónde encontrar las semillas. Y ya lo habría publicado antes de que otro investigador me ganase el estudio. Pero no están por ninguna parte.
—No me estás convenciendo.
—Piense, detective: si las plantas se alimentan de sangre, ¿por qué el claro es tan grande? De haber asesinado yo a esa mujer, debería de haber asesinado a mucha gente antes. Pero yo llegué aquí hace unos cuantos meses. Salvo que tenga un cómplice, veo difícil encubrir tanta muerte.
—¿Sugieres que hay más muertos aquí abajo?
—Esto es un cementerio de más de setecientos años. Es el sustrato perfecto. Tampoco hay presencia de animales alrededor. Puede comprobarlo con los mismos habitantes de Pueblo Solo. Y, además, creo que ya le han contado que, de vez en cuando, hay alguna que otra desaparición misteriosa.
Maureen le devolvió la planta a Francisca y se sobó la sien.
—Son muchas preguntas para resolver —aceptó la detective.
—Y yo podría ayudar.
—La investigación es confidencial.
—Por favor, detective —interrumpió Francisca—. Si puedo determinar por qué se transforman las mumias y de dónde se originan las semillas, también podría acercarme a la causa de la muerte de esta mujer. Si puedo ayudar, al menos podría probar mi inocencia y encontrar al verdadero culpable.
Maureen sacó el celular y se alejó para conversar un rato. Por lo poco que Francisca logró escuchar, dio un par de órdenes y pidió algunas autorizaciones. La vista fría de la detective le impedía acercarse sin el peligro de una represalia.
—Está bien —dijo Maureen cuando terminó—. Arregla tus cosas y vamos.
—¿A dónde? Tengo que avisarle a Amanda.
—No puedes —los ojos verdes de Maureen fueron muy persuasivos para la siguiente advertencia—: Te voy a dar una oportunidad. Pero debes dar testimonio y firmar tu declaración bajo confesión, ¿está claro?
—Pero Amanda...
—¿Quiéres comprobar tu inocencia o no?
Francisca se aferró a la mumia. Esperaba que la perdonasen. Todo lo hacía para que la perdonasen, para no perder lo conseguido.
La hora de viaje hacia Río Abajo transcurrió en silencio. Maureen conducía demasiado enojada y pensativa para iniciar cualquier conversación. Al llegar estacionaron por la parte de atrás del edificio de Investigaciones: una casona de madera de dos pisos pintada de blanco y con la estrella azul oficial. Una instalación típica de región rural. Sólo le faltaba la chimenea para el frío.
Maureen bajó. Francisca se quedó atornillada en el asiento.
—¿Qué pasa? —dijo Maureen cuando se devolvió para llevar a Francisca consigo a la oficina.
—Las celdas no son agradables.
—Créame que podría acostumbrarse.
Sin embargo, Maureen la esperó hasta que estuvo preparada.
Caminaron por las instalaciones, pero no hacia el sitio de interrogatorios, en el fondo oscuro y mohoso casi a propósito, como una representación del purgatorio; sino que entraron a una habitación amplia con un mesón metálico en el centro lleno de instrumentos de análisis. Un joven de unos veinte años, con vellos en la barba como un púber de trece, analizaba una muestra con devoción hasta que vio llegar a Francisca. Junto a él, en una placa transparente, unas pequeñas cápsulas moradas, como piedrecitas cubiertas de sangre, esperaban para el examen.
—Puedes dejar la planta aquí —dijo Maureen—. Él es Ignacio, nuestro forense. Te va a ayudar en todo lo que necesites.
—Yo pensé que... —dijo Francisca.
—No soy tan cruel —interrumpió Maureen sobándose la sien—. Necesito un experto que resuelva esto y decidí jugarme el pellejo por ti, así que dame algo bueno y no me hagas que me arrepienta.
—Jefa —dijo Ignacio.
—¿Problemas?
—¿Podemos hablar afuera?
Ambos conversaban fuera del laboratorio mientras Francisca ordenaba el material extraído sobre el mesón. Escuchó las recriminaciones asustadizas del forense cuando preguntó «qué hacía una sospechosa allí» y que «no quería problemas». Maureen lo calmó a su estilo. Casi sintió pena por el joven; pues, por lo que oyó, recién empezaba en su trabajo y lo amaba. Quizás había jugado una carta muy cara al querer comprobar su inocencia a toda costa.
Una llamada urgente interrumpió el chisme.
—Amor.
—¿Dónde estás? —preguntó Amanda, asustada—. No te veo por ninguna parte.
—No pude avisarte. La detective me trajo a Río Abajo.
—Te van a meter presa...
—Amanda, estoy bien.
—Te dije que no te fueras a meter para allá.
—Estoy buscando pruebas.
—¿Por qué eres tan porfiada? ¡No te importa nada...!
—¡Suficiente! —Amanda calló. Francisca continuó con severidad—: Hago lo mejor que puedo para resolver esto. ¿Tú crees que me gusta esta situación? Me gustaría estar en la casa, pero no puedo. Necesito poner fin a la situación, y necesito de tu apoyo, no de tus pataletas.
Amanda cortó. Francisca lanzó el celular sobre el mesón arrepentida inmediatamente de su mala forma de enfrentar sus problemas.
—¿Pasa algo?
Ignacio esperaba junto al mesón. Maureen ya no estaba.
—Lo siento —respondió Francisca, con los ojos vidriosos—. A veces me supera un poco la situación.
—Todos los días pueden ser una mierda en este trabajo —dijo el forense y agregó con una risa nerviosa—: Bienvenida a Investigaciones.
La risa entre ambos distendió los ánimos. Propició un ambiente agradable para trabajar.
Ambos lo necesitaban.
Pese a lo alarmista, Ignacio era un joven de lo más alegre y entusiasta por la ciencia al igual que ella. También eficiente, algo inocente y, por sobre todo, con esa curiosidad insaciable que tienen los mejores alumnos. Pasaron el día entero analizando las muestras entre alcoholes, tintes y preparados hasta que las manos acalambradas ya casi no podían escribir con las anotaciones y el hambre les carcomía el estómago después de tantas horas de trabajo contínuo.
—Tu jefa siempre es así de...
—... agresiva? ¿Maniática? ¿Controladora? ¿Bruja? —ambos se echaron a reír con las descripciones que Ignacio hizo de Maureen—. Sí. Pero lo hace porque es buena persona.
—Ya lo creo.
—¡Es verdad! Es la mejor profesional que conozco. Yo creo que quiere ser un buen ejemplo para su hija, sobre todo después de...
Maureen abrió la puerta con un café en la mano. Recién en ese instante Francisca cayó en la cuenta de la hora del día, sin luz del sol en el exterior.
Ambos científicos carraspearon y guardaron la compostura para dar una apariencia de seriedad.
—Los escucho —dijo Maureen.
Francisca confirmó todas sus teorías. La especie descubierta, Cimeteria mumia S., cambiaba a una cosa completamente nueva a través de la sangre. La forma «momia» sobrevivía como una estructura de resistencia, de bajo costo metabólico hasta que lograba absorber un poco de sangre. En ese momento, florecía hasta absorber todos los componentes de la sangre en el suelo.
—O sea que la presencia de plantas indicaría que hay un muerto bajo ella—concluyó Maureen.
—Podría ser cualquier animal —precisó Ignacio—, no solamente humano.
—¿Y eso en qué nos sirve?
—Por sí solo, no mucho —prosiguió Francisca—. Pero hay más: El tamaño de las plantas aumenta con respecto a la cantidad de sangre consumida.
—¿Cómo supieron eso?
Francisca mostró la maceta. La planta, de nuevo en su forma mumia, exhibía unas hojas del doble del ancho normal al día anterior, cuando Patricio la regó con su sangre.
—Eso quiere decir que si alguien derrama sangre cerca...
—La planta crece —completó Francisca—. Si alguien muere ahí, presumiblemente, lo sabremos por el tamaño de las hojas.
—Sería muy fácil descubrir a las víctimas de un asesino serial —aportó Ignacio.
—O sea que puede haber más de un cadáver —interrogó Maureen.
—Exacto —reafirmó Ignacio—. El problema está en saber cómo se reproducen las plantas.
—O, mejor dicho —Francisca continuó con el planteamiento—, cómo nacieron nuevas plantas en la mujer muerta.
—¿De qué nos serviría eso? —preguntó la detective.
—Sé que eso fue exactamente lo que la mató —sentenció Francisca—. De otra forma, si la hubieran matado de una asfixia, de un golpe o hubiese muerto de un paro, no estarían buscando la respuesta en las plantas.
Maureen acabó con el café de un sorbo sin dejar de observar a Ignacio.
—No dije nada, jefa.
—¿Qué descubrieron? —contestó Maureen de forma seca.
—El pólen que recolecté —continuó Francisca— tiene una apariencia similar a los óvulos femeninos, pero de gran tamaño, lo que sería una aberración. El pólen sólo crece en plantas macho. Si fueran óvulos, deberían ser fertilizados...
Francisca cortó el discurso cuando detectó la mirada cómplice entre ambos detectives.
—Ustedes saben algo que yo no sé —dijo ella.
—Esto no me está gustando nada —dijo Maureen a Ignacio.
—No podría aseverar nada, jefa —respondió Ignacio—. Ella es más experta que yo. Quizás confirme mis sospechas.
—La investigación es confidencial.
—¿Qué pasó? —preguntó Francisca, al borde de la intriga.
—Jefa, es la prueba que tenemos. Si todo es verdad, ella sí es inocente.
Ignacio ni siquiera respiraba por miedo a que su jefa, con esos bestiales ojos verdes, le asesinara al más mínimo movimiento.
—Detective —dijo Francisca—, es el trabajo de mi vida. Necesito saber qué me están ocultando.
Maureen no reaccionó.
—Pelée con mi novia por estar aquí, probando mi inocencia. La universidad me rechaza y ahora todos en el pueblo piensan que soy una asesina. Necesito la verdad.
La detective se levantó de su asiento y ordenó a Ignacio:
—Enséñale lo que tienes.
Ignacio hizo una nueva muestra de las piedrecillas que examinaba horas atrás en el microscopio.
—El tanatólogo extrajo esto de la víctima —dijo Ignacio, y se hizo a un costado para que Francisca observase la muestra.
—Esto es... —Francisca lo observó bien y abrió los ojos—. ¡Una semilla! ¿De dónde la sacaron?
—Del útero de la víctima —continuó Maureen—. Tenías razón en tu análisis.
—Y por eso me trajo para acá. Usted lo sabía.
Maureen se sobó la sien otra vez, reformulando sus palabras.
—Encontramos al señor Roldán con el pene dentro de esa flor que está investigando —dijo, finalmente.
—Pero ninguna de las muestras estaba fertilizada.
Pero, justo en una chispa de creatividad macabra, el recuerdo de la muerta sugirió una idea aberrante que reemplazó al hambre por asco en la mente de Francisca.
—¿Y don Carlos? —preguntó
—No aparece.
—Nunca conocí a su esposa... —dijo Francisca para sí misma.
Se tapó la boca para ocultar la impresión.
En otra parte de Río Abajo, Gabriela, la abogada, acomodaba la mesa para su invitado. Sonreía con la idea de sentirse vulnerable, una joven perdida en las manos de un depravado que la deseaba con el ardor del infierno.
Nunca, en la vida, habría traicionado la frialdad de su vocación por la intimidad de las sábanas. Simplemente, el deseo dominaba.
—Lo siento, querida —dijo su invitado cuando ella abrió la puerta—; pero me saltaré la parte de comer.
Cayó al suelo con su invitado encima, entre sus piernas. Se dejó llevar por los calambres en el cuerpo por el ansia de tenerlo todo adentro suyo.
El instinto animal de Patricio no perdonaba.