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«Los Campos Elíseos huelen a muerte» — Capítulo 5
Capítulo 5 de la serie newsletter «Los Campos Elíseos huelen a muerte»
EN EL CAPÍTULO ANTERIOR:
Francisca corre el riesgo de continuar las investigaciones pese a las prohibiciones de Investigaciones. No obstante, la detective Collao cree que es una buena idea ponerla a investigar para descubrir más antecedentes de la mujer muerta en los Campos Elíseos.
En el laboratorio forense, Francisca descubre el enigma del asesinato: la mujer incubó mumias en su interior, y el sospechoso principal es Carlos José Baumann, el antiguo propietario.
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Lamento los inconvenientes a quienes recibieron este correo por error.
Esta serie podría contener lenguaje ofensivo, violencia, escenas sexuales y otras cosas fuertes. Se recomienda discreción.
En el capítulo de hoy:
Tontos útiles
Patricio rebotaba de espaldas en la cama con la mente puesta en la construcción del parque, en cómo convencer a los habitantes de Pueblo Solo para que estuvieran a su favor y, sobre todo y lo más importante, en cómo llegar a una respuesta definitiva y satisfactoria para deshacerse de una vez por todas de la policía; hasta que los gemidos cercanos al clímax interrumpieron sus pensamientos. El placer aumentó de forma desquiciante hasta acabar en una eyaculación violenta, fuerte y abundante, al interior de su compañera.
Gabriela cayó a su costado con el cuerpo deshecho por el sudor. No respondía. Él, en cambio, podría seguir por diez horas más al igual que esa noche.
—No sé qué me pasa —dijo ella, con la voz quebrada por el evidente cansancio—. Estoy demasiado cansada y quiero más. —Tranquilízate —Patricio cruzó las manos detrás de la nuca—. No quiero terminar follando con una muerta.
Gabriela descansó la cabeza sobre su pecho.
—Cancelaré todas mis citas. No creo que pueda levantarme.
Él acarició su cabeza durante unos minutos, sonriendo por el orgullo hasta que decidió que era momento de levantarse.
—¿Te vas? —Debo seguir con el plan —respondió Patricio mientras se calzaba los pantalones. —Envidio tu energía.
Gabriela se incorporó con el codo apoyado en la cama y la mano en la nuca. Las curvas bajo la sábana incitaban a descubrir lo escondido bajo la tela. Patricio se mordió el labio y ella, coqueta, deslizó parte la sábana hasta mostrar un pecho.
—¿Estás seguro de que no quieres quedarte otro rato?
Patricio se sobó la cara con ambas manos para recuperar la concentración.
—Volveré cuando termine con este asunto. Necesitamos seguir trabajando. —Recuerda —respondió la abogada con cierta displicencia— que, hagas lo que hagas, debes convencerlo de que asuma su responsabilidad. El resto me lo dejas a mí. Te va a salir caro. —¿Acaso no lo estoy pagando?
Ella retiró toda la sábana.
—Te estaré esperando.
Salió del edificio con una satisfacción adolescente. Toda la noche y ningún síntoma de cansancio. Qué campeón se quisiera eso sobre los cuarenta.
Revisó la hora en el teléfono y encontro ¡27 mensajes! Veintiseis eran de su ex, suplicando. Una actitud que jamás, nunca, provendría de ella. Un milagro. Necesitaba que la fuese a ver apenas tuviese tiempo.
Nunca más desestimaría el poder de una buena cogida.
Si se cansaba de una, tenía a la otra. Y aún le alcanzaba vigor para cogerse al harem completo, o a la ciudad si hiciese falta. Agradeció al bendito faraón y el remedio para convertirse en un cachondo de ardua profesión.
El mensaje número veintisiete contenía una dirección. Mejor dicho, la dirección que estaba esperando.
Cerró la puerta del vehículo, sintonizó AC/DC y salió a la caza por las calles sin importar la velocidad ni la congestión.
«Abran paso que viene el rey».
Tras veinte minutos de viaje hasta las afueras de Río Abajo, Patricio dobló en una bifurcación por la carretera. Se adentró en un pequeño pueblito sin nombre, oculto de la influencia citadina. Las enormes propiedades exhibían casas recién construidas de dos pisos, de estilo moderno y en colores amarillo, crema, gris y teja. Todas compartían la similitud de un conjunto armonioso, pero, a la vez, variado a su propio estilo. Grandes ventanales iluminaban interiores ordenados como ilustraciones de venta de propiedades, y los patios sin reja brillaban por el pasto cuidado, intervenidos con muros bajos de ligustrinas, fragantes cítricos de jardín y pasto bien cuidado.
El agua en estos tiempos significa opulencia. El verde es oro.
No obstante, un punto reseco interrumpía la armonía de aquella avenida. Un infierno de desolación, con la tierra descubierta y los arbustos desojados y resecos. La casa misma daba la impresión de tristeza y sufrimiento, con ventanales manchados por el polvo y paredes descascaradas por la erosión del tiempo. En ese cementerio, en ese punto canceroso y sin sabor en medio de ese barrio embellecido, vivía su objetivo: la persona que le salvaría de todos su males para continuar con su proyecto.
La nueva residencia del esquivo Carlos José Baumman.
Al primer toque la puerta se abrió con un chirrido largo y olvidado. La brisa calurosa y húmeda lo envolvió y lo llevó al interior de ese cubil tóxico como la mismísima entrada al Infierno.
Caminó por la casa a paso lento para no llamar la atención de algún mal espíritu al acecho. El interior olía a tiempo estancado, a polvo de cementerio acumulado en la mesa, los sillones de cuero y los óleos colgados esperando a ser redescubiertos. Sospechó que el fin del viejo fue morir olvidado como el reflejo de su propia casa.
Pero sus intrigas se despejaron cuando el aroma cambió. Un intenso olor a canela incrementaba en intensidad mientras caminaba por el pasillo de enormes ventanales hacia el patio interior de la casa.
Apenas pisó la tierra pedregosa, Patricio sintió el ambiente cálido, cercano, muy familiar. Un sitio donde podría vivir y echar raíces por toda la eternidad. Caminó hacia la pileta rodeada de plantas altas, de tallos gruesos y hojas anchas, oscuras y brillantes que daban a la estancia la apariencia de una selva virgen. Sentado en el borde lo esperaba una silueta desprovista del color en la piel, de pelo cano y con el rostro enjuto, arrugado y carente de esperanza. Un remedo del hombre orgulloso con los bigotes rubios y los valientes ojos azules, ahora reemplazados por el brillo violeta y fluorescente propio del polen de las mumias en los Campos Elíseos.
El rostro pétreo giró la cabeza. Patricio estaba a punto de huir si no fuese tan orgulloso como para no mostrarse cobarde.
—¿Tienes miedo de mi apariencia? —preguntó el viejo con la voz endurecida del acento alemán.
Patricio se tomó un tiempo para contestar sin poder despegar la mirada de esos ojos hipnotizadores.
—Vengo a buscarlo. Me debe unas buenas explicaciones.
Aún en esas condiciones, Patricio admiraba a Carlos José. Una vena cercana hacia algo terrible, pero familiar.
—Me vendió el terreno con un muerto adentro —continuó—. Mejor dicho, una muerta.
Carlos José cerró los ojos con la aceptación de un mal irremediable. Envejeció todavía más con la tristeza de su semblante.
—Era mi esposa.
Un largo silencio recorrió la distancia entre ambos. Una presión con aroma canela que impedía el movimiento y hasta la respiración. Patricio sudaba, rumiando una predicción determinista sobre un futuro catastrófico, un pensamiento neblinoso sin forma que crispaba sus nervios en señal de alerta. Intentó formular algo que le ayudase a terminar con ese trámite amargo.
—Necesito que confiese —dijo, finalmente. —Los Campos son tuyos. Hazte cargo. —Usted mató a su mujer y, ¿ahora espera que yo la entierre? ¡Qué buen negocio! —No podía quedarme.
Una lágrima morada se abría paso por la piel seca del rostro de Carlos José.
—Lo que voy a hacer es poner una denuncia. —No cambiarás nada —interrumpió el viejo—. Pronto lo comprenderás. —¿Comprender qué? ¡Usted está loco! —Ya te encontraste con esa mujer, ¿verdad? No pudiste resistirte.
Patricio tragó saliva. Las palabras se deshicieron en su boca.
—No te avergüences —continuó el viejo—. Ni siquiera yo pude. —No entiendo qué tiene que ver esto. —Según escuché, puede adoptar muchas formas —Carlos José mantenía los ojos absorbidos en el vacío—. ¿Qué forma tuvo para ti? ¿Morena? ¿Blanca? ¿Pelirroja? —No voy a discutir eso contigo. —Imagina cómo la verán en tu parque. —Vine a hablar de tu mujer. —Será inspiración para varios. —¿Por qué mataste a tu mujer? —Un campo completo lleno de imbéciles con la polla ensartada en una flor dorada. —¡Dime la verdad! —¡Maté a mi mujer, imbécil! ¡La maté por quedarme allí!
El viejo se aferró a la pileta con ambas manos. Evadía la mirada a cada momento.
—No construyas ese parque, Patricio. —Esa es mi decisión. Compré el terreno para eso, y eso es lo que haré. —Tendrás más gente muerta. —¿Quieres seguir matando? —No. Lo harás tú.
Patricio se acercó a Baumann y enfrentó su rostro directo con el suyo con intención de amedrentar su espíritu displicente.
—Eres tú quien necesita expiar sus culpas. —Ya tendrás tiempo de pagar las tuyas. —Te voy a meter preso, ¿oíste? Te voy a quitar todo lo que tienes y, luego, construiré el parque.
Carlos José esbozó una sonrisa.
—Yo ya estoy acabado. —Viejo de mierda egoísta. Estafador. —Tú no eres mejor que yo.
Patricio dio media vuelta y abandonó el patio. Antes de salir, Carlos José le dijo:
—Si vas a volver, no salgas de allí. No cometas los mismos errores que yo.
«Viejo loco», refunfuñó y se fue indignado.
La furia sólo duró hasta que salió de la puerta. El plan fue todo un éxito.
Dentro del auto sacó el celular y cortó la grabación. Al fin una prueba definitiva para terminar con la persecución legal en los Campos Elíseos.
Un paso más cerca del parque. Hora de celebrar.
Envió un mensaje a Gabriela:
«Lo siento, pero no podré ir hoy. Tengo un compromiso urgente. Espérame para mañana».
Y, luego, otro a su ex:
«Prepárate. Vamos a celebrar».
El rey no aceptaba un no por respuesta. Nunca lo haría.
Pero para el viejo Baumann, Patricio no era más que un arribista con síndrome del vencedor. Ese defecto sellaba su destino. Las mismas víctimas lo llevarían a su suerte por más que intentase alejarse de ellas.
Un imbécil menos en el mundo. Dos, con él. Esperaba reunirse con su esposa en el otro mundo, cualquiera que fuera. Ojalá no fueran los Campos Elíseos.
La muerte lo llamó. Cerró los ojos y, con una débil sensación del sol iluminando su rostro, se hundió en el frío del deceso. Ya no vería a nadie más.
Sus últimos pensamientos rogaban la perdición total de los Campos Elíseos. Confiaba en el transcurso de las cosas, en el trabajo de la detective y en el testimonio de aquellos que sabían la verdad y custodiaban Pueblo Solo con celo mientras el resto ignoraba la maldad bajo sus pies.
Para el bien del mundo, los Campos Elíseos debían desaparecer. Pero nunca se sabe con los seres humanos.
Menos con las plantas.